La Rodilla del Diablo

Hace centenares de años sentía Uruapan la vida-feliz y quieta que le proporcionaba la fertilidad de su suelo. El río murmuraba su eterna canción a la sombra de los árboles que comenzaban a sentir los primeros frutos, las tierras vírgenes se cubrían de un manto de verdura salpicado de flores y las chozas -construidas al impulso del primer germen que el cristianismo imprimía en los habitantes, elevaban al cielo el humo de sus hoga res que velaban misteriosamente la tupida enredadera del inmenso bosque. 

Hubo un día, cuenta la leyenda, en que el Cupatitzio, dejó -de murmurar como antes, quedando seco el cauce y apagándose las Cristalinas ondas del torrente. Los verdes campos, sin agua y sin rocío, trocaron su verde por el triste amarillo de las hojas secas; y los árboles de las huertas, torcieron sus ramas dejando caer el fruto, sin color y sin savia, como lágrimas de inmensa desesperación. 

Todo era angustia, todo pena, todo ruegos y llanto. En la oscuridad de su celda, Fray Juan de San Miguel meditaba en la magnitud de aquella desgracia, dirigía sus ojos al cié lo en una suprema plegaría de angustia, y sus rodillas no dejaban de tocar la tierra, ni la disciplina dejaba de lacerar sus carnes. En un momento, inspirado por algún rayo divino penetró-a la iglesia, hizo que las campanas llamaran con su voz a los -indios y cuando estos llegaron presurosos ante el Fraile, miraron su semblante iluminador el augusto destello de la celestial esperanza. Poco después, en solemne procesión, era conducida por las calíes la imagen de la Virgen, custodiada por su corte de honor, de huananchecha y sacerdotes. 

Llegó la solemne comitiva al nacimiento del río, triste y seco como el ojo sin luz, oró Fray Juan por breves momentos, y tomando un poco de agua bendita, recio con ella las calcinadas rocas del cauce vacío. Cuenta la Leyenda que el suelo se sacudió entonces con un estremecimiento horrible; escuchóse un grito inmenso que repitió el eco a grandes distancias y del abismo surgió la figura de Satanas que, al encontrarse con la Virgen llena de flores y cubierta de incienso aromático, retrocedió espantado, chocando en una roca, que aun conserva la oquedad que dejará en ella, una -rodilla del príncipe de las tinieblas. Brotaron de nuevo las aguas; reverdecieron los campos, maduraron los frutos y renació la alegría. Desde entonces El Cupatitzio no deja de murmurar su eterna canción a la sombra de tupidos cafetales; mientras que en la enramada el viento preludia la eterna sinfonía de la naturaleza.

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